Capítulo uno.
Blue Lagoon, Dahab. Egipto. Donde la nada se hace todo.
El 2018 fue hasta hoy el mejor año de mi vida. Lo comencé en un lugar donde la sencillez te inunda y la naturaleza te abruma. El viaje hasta allí ya es toda una aventura digna de vivir.
Comienza en Dahab, una pequeña ciudad muy cosmopolita que se ubica en la península del Sinai, Egipto. Desde allí en un 4×4 vas bordeando la costa hasta llegar a Blue Hole, punto de peregrinaje para los amantes del submarinismo. Una vez llegados aquí, hay dos opciones lancha o camello, en mi caso fui en lancha hasta el siguiente punto Ras Abu Galum, un parque natural submarino y de allí en la pick-up de un viejo Toyota me trasladaron hasta mi cabaña en Blue Lagoon.
Durante el viaje ya es fácil ir haciéndote consciente de lo acomodados que vivimos, de cuantos impedimentos le solemos poner a la vida, cuando la vida está ahí delante de nosotros esperando a ser vivida con sus aventuras y desventuras, con sus facilidades pero también con sus dificultades.
Según el viaje va llegando a su fin empiezas a ver como poco a poco el agua azul intenso del Estrecho de Aqaba se va trasformando en el color turquesa más vivo que hayan podido ver tus ojos. Además, unas pequeñas construcciones de caña en primera línea de mar aparecen para darte refugio durante la noche.
El campamento es muy sencillo, como os he contado son cabañas de paja con el único fin de darte un techo y unas paredes, unos colchoncillos en el suelo y unas mantas a la luz de unas velas. Rodeadas de una laguna turquesa, un mar azul intenso y montañas, montañas áridas como atigradas desde el negro al rojo pasando por el ocre, dependiendo de cómo actúe la luz del sol a lo largo del día.
Para culminar el paisaje, al otro lado del mar puedes ver Arabia. Ofrece unos baños comunes donde el techo es un cielo lleno de estrellas y una tienda donde te puedes tomar un desayuno muy potente compuesto por huevos revueltos, queso, mermelada, ensalada, y una pasta hecha con sésamo y miel de caña que es un manjar de los dioses.
Lo mejor de este pequeño rincón del mundo es que no hay cobertura telefónica y eso te permite sentir lo largo que puede ser un día. Pasé solo una noche en este lugar, pero fue suficiente para darme cuenta de lo poco que se necesita para vivir y ser feliz: un poco de comida, un poco de té, un fuego a la noche y una buena conversación. Y por su puesto la voluntad de ver la belleza del mundo, abrirnos a lo diferente a lo poco convencional y a la sencillez.